Hace mil años, en una revista de cómputo, escribí una columna que relacionaba (o intentaba relacionar) la tecnología con las humanidades (uy). Bajo el seudónimo de Adolfo Rojas Ayala, intentaba explicarme algunas contradicciones del espíritu (doble uy). Aquí pego la primera columna, de mayo de 1999, porque creo que viene bien al tiempo que aún estamos viviendo. Se llamaba "Una distancia de siglos". Aquí está, pues:
El poeta y pintor William Blake escribió que todas las deidades residen en el pecho humano, y que el individuo se ha olvidado, por influencia del excesivo peso que les otorgó un día a los bienes terrenales, de los terribles y maravillosos poderes que residen en su interior. De estos últimos tenemos noticia, de vez en cuando, ante una coincidencia, un pequeño o gran milagro, o la intervención de un deus ex machina que se manifiesta y nos salva de la mediocridad, la muerte violenta o el suicidio lento que son la impronta de las grandes y deshumanizadas urbes de nuestros días.
¿A qué viene esta barroca parrafada? Tiene su origen en las imágenes que las pantallas electrónicas ofrecen: la crónica mediatizada de la enésima y absurda guerra de la humanidad contra la humanidad. Sin entrar en disquisiciones que no conducen a nada --tolerancia y medida ante todo--, puede afirmarse que el hmbre continúa siendo el semimono que descubre el poder mortal del hueso como cachiporra, a la vez que encarna el anhelo de alcanzar las estrellas y conocer lo que hay más allá de la negrura (imágenes de 2001: odisea del espacio, de Stanley Kubrick).
Contamos con avances que parecen obra de tecnologías extraterrestres (que lo fueran en realidad probaría que no estamos solos en el Universo, y esta idea también sería consoladora, pero...); sin embargo, continúan acompañándonos hambres, guerras, enfermedades y muertes inútiles al por mayor, jinetes apocalípticos que ahora son más visibles porque aparecen en un entorno de supuesta armonía y globalización.
Odios, envidias, intolerancia: humanidad. Pero también amor y amores, solidaridades varias e impresionantes, y fantasías y artes y un yo que se maravilla ante los crepúsculos y ante la espléndida arquitectura de un gato que se despereza.
Y sí, de pronto es palpable que, con todo y todo, el hombre no ha sido capaz de moverse a la par de la tecnología que surge de sus manos. Lo mismo da una muerte con una quijada de burro que otra con megatones. El resultado es el mismo: el dolor, la vergüenza, la nada.
Por supuesto, no es el camino abandonar o rechazar la tecnología. No: ésta es una de las grandes cosas que el hombre ha creado, y mejora las vidas de millones de personas. El problema es que la evolución no ha sido total, y en ocasiones sólo cambia la manera en que la carne y los huesos se transforman.
¿Qué vía seguir? Aquella que permita a quien lo desee, así sea por un mínimo instante, reencontrarse con las deidades olvidadas y salvar la distancia de siglos entre los hombres y los hombres.
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